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Las opiniones expresadas en este artículo son únicamente del(a) autor(a) y no reflejan las opiniones y creencias de Microjuris o sus afiliados.
Por el profesor Andrés L. Córdova Phelps
El P del S. 1 titulada Ley de Derecho Fundamental a la Libertad Religiosa en Puerto Rico fue aprobada por ambos cuerpos legislativos el pasado 7 de abril de 2025. La gobernadora Jenniffer González Colón ha anticipado públicamente que la va a firmar, convirtiéndola en ley próximamente.
La objeción a que esta ley es innecesaria porque dicho derecho ya está protegida por la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos y el Artículo II, Sección 3 , de la Constitución de Puerto Rico, es un tanto llana. Bajo este argumento no sería necesario legislar para toda una serie de asuntos porque el principio jurídico está anticipado constitucionalmente. Como el debido proceso de ley está garantizado constitucionalmente – diría este argumento, supongo- las Reglas de Procedimiento Civil y Criminal son innecesarias.
Muchos de los principios constitucionales operan a un nivel de generalidad y abstracción que hacen contenciosa y accidentada su aplicación a situaciones específicas. Dentro de las limitaciones que impone ese marco constitucional, las normas rellenan sus silencios en atención a los intereses y sectores que controlan el aparato normativo en un momento dado. No por esa sola razón, sobra decir, queda justificada la norma. Sobre todo, la norma debe adecuarse a la conducta regulada -sea civil, criminal o administrativa- con un lenguaje claro y conciso, advirtiéndose de una primera lectura exactamente lo que se sanciona. Ayer eran los tatuajes y las perforaciones, hoy es el culto religioso.
Desde esta perspectiva, mi primera reacción a este proyecto es que adolece de cierta confusión conceptual, tanto en el radio de su aplicación como en el uso y manejo de los conceptos.
Una lectura de los diversos artículos que conforman el estatuto arroja diversas hipótesis normativas: en casos de inmunización y tratamientos médicos, servicios educativos, zonificación de terrenos, servicios religiosos en la Administración de Corrección y empleados públicos dando servicios a la ciudadanía. El hilo conductor entre todas estas diversas situaciones es el derecho a la libertad religiosa de la persona– sean o no funcionarios públicos- y de las limitaciones u obligaciones del Estado al hacerla valer.
La exposición de motivos de la ley -aquello que hoy día se ha convertido en un ejercicio profiláctico para atajar la revisión judicial- traza el historial jurisprudencial en los Estados Unidos y Puerto Rico en lo referente al ejercicio de la libertad religiosa, desembocando en el reciente Kennedy v. Bremerton School District, 597 US 507 (2022) , y la necesidad de conciliar la cláusula constitucional de libre ejercicio del culto religioso («free exercise») con la cláusula contra el establecimiento de una religión por el Estado («anti-Establishment»). Valga observar que el lenguaje del Artículo II, Sección 3, de la Constitución de Puerto Rico se distingue del lenguaje de la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, al añadir la frase adicional: «Habrá completa separación de la iglesia y el estado». No está del todo claro en qué dirección abre su factura más ancha.
A todo esto, queda la pregunta, ¿cómo hemos de definir la creencia religiosa para fines jurídicos?
La sección 4(e) define el ejercicio de la libertad religiosa de la siguiente manera: significa la realización o el rechazo a realizar cualquier acto externo que sea motivado por una creencia religiosa sincera, sin importar que el mismo sea o no obligatorio, o medular, o central a un sistema oficial de creencias religiosas.
De entrada llama la atención que aquí lo que se intenta definir es el ejercicio de la libertad religiosa y no lo que es una creencia religiosa. La diferencia, sin embargo, no supone una distinción. Cuando ejerzo mi libertad religiosa – o falta de ella- lo hago en virtud de mi creencia. Es decir, el ejercicio es la manifestación de la creencia, que la informa y le imparte su valor. La definición ofrecida es circular y no dice qué constituye una creencia religiosa.
Segundo, la definición requiere de la realización o rechazo que suponga un acto externo. Es decir, el ejercicio de la libertad religiosa para fines jurídicos no ocurre en la noche oscura del alma, sino que requiere algún acto socialmente reconocible. Más aún, el ejercicio puede ser un acto afirmativo, como arrodillarse en señal de oración o reverencia, o negativo, como el rehusarse a hornear un bizcocho. En fin, el derecho -contrario a ese momento confesorio típico de las creencias religiosas- no tiene mayor interés en los monólogos interiores que cada uno de nosotros ensayamos, sino hasta que se manifiestan en expresión pública o conducta.
Tercero, ese acto tiene que estar motivado por una convicción religiosa sincera. Desde un punto de vista evidenciario, basta con que el juzgador de hechos crea que la motivación es sincera para que jurídicamente quede establecida como tal. El problema con la sinceridad es epistemológico. Dada su irremediable subjetividad, la sinceridad con que uno asume una creencia solamente es susceptible de revisión por quien la asume. Se miente más de la cuenta, versaba Antonio Machado, la verdad también se inventa. Aquí la definición sufre de ese mismo afán inquisitorial que permeaba en la pasada Orden Ejecutiva referente a la vacunación obligatoria durante la pandemia del COVID-19, la cual requería la declaración jurada de creencia religiosa atestada conjuntamente con el sacerdote o ministro de la fe parta eximirse de ella.
Cuarto, la creencia asumida no tiene que ser obligatoria, medular o central a un sistema oficial de creencias religiosas. Supongo que por sistema oficial de creencias religiosas se refiere a los dogmas de las religiones tradicionales como el cristianismo, el judaísmo o el budismo, por mencionar algunos. Nada impide que la creencia religiosa sinceramente asumida pudiera ser el culto a Dionisio o una oración a los vientos alisios. Hace varios años la Iglesia del Espagueti Volador ensayó esta posibilidad.
Lo que brilla por su ausencia en la definición es qué se entiende por una creencia religiosa. De ordinario, cuando nos referimos a la creencia religiosa no remitimos con cierta inercia intelectual a las prácticas históricas de las diversas religiones en la historia de la humanidad. Pero esto no la define. Como cuestión de hecho la inmensa mayoría de las religiones del mundo son en realidad códigos de conducta social apoyadas sobre algún principio trascendental o divino. A modo de ejemplo, de los diez mandamientos sólo el primero – amarás a dios sobre todas las cosas – es un mandamiento eminentemente religioso. Los otros nueve son normas de conducta sancionadas en todo caso por el primer mandamiento.
El término religión no tiene un origen etimológico claro. Pudiera venir del latín relegere, que significa recoger o agrupar. También se ha postulado que puede venir de religio, que quiere decir escrúpulo o de religare, que significa reunir. Hoy se define como el conjunto de creencias o dogmas acerca de la divinidad, de sentimientos de veneración y temor hacia ella, de normas morales para la conducta individual y social y de prácticas rituales, principalmente la oración y el sacrificio para darle culto (RAE).
Lo que es evidente es que lo distintivo de la creencia religiosa es la atribución de algún significado trascendental o divino que informa las normas de conducta. Los libros bíblicos del Deuteronomio y Levítico son ejemplos paradigmáticos de ese modelo teocrático. Salvando las distancias históricas, desde una perspectiva jurídica contemporánea, secular, la creencia religiosa incluye su negación. Es decir, para fines constitucionales, tan religioso es el creyente como el ateo.
Hay pues una brecha insalvable entre el entendimiento histórico y el entendimiento filosófico-jurídico de la creencia religiosa. El principio de libertad de culto y en contra del establecimiento de una religión por el Estado es una respuesta de carácter constitucional a las pugnas europeas de la Reforma y Contrareforma. La defensa del derecho de las personas a la libertad de pensamiento y a la expresión necesariamente incluyen la libertad a sus creencias, sean estas religiosas o no. Lo decisivo es identificar la justificación racional independiente de la expresión y la conducta, no su motivación.
El problema jurídico-político, por supuesto, no reside en la profesión o no de fe, sino en el momento en que esa profesión se manifiesta como conducta con las consabidas consecuencias sociales. En ese momento la creencia religiosa deja de ser una mera opinión sobre el significado de la vida y se convierte en una práctica social que incide sobre la vida de otros, ahora objeto de consecuencias jurídicas. Olvidamos a nuestro propio riesgo que toda ley es esencialmente discriminatoria, y el reconocimiento de un derecho impone una limitación o restricción a otros.
Visto con desapasionamiento, toda conducta social es susceptible de ser caracterizada como una exteriorización de alguna creencia, sea esta religiosa o no. Basta con profesarla –por absurda que sea- y justificarla como conducta religiosa para recibir la protección del ordenamiento. Dios no coja confesados.
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